¡Pataclaun!: Me cayó un pastor alemán y vivo para contarlo

¡Pataclaun!: Me cayó un pastor alemán y vivo para contarlo

Cuando le dije al cansado médico de guardia que me había caído un perro en la cabeza, dejó de escribir.
Soltó el lapicero sobre el viejo escritorio, levantó los ojos de la hoja, se acomodó los lentes y me miró como si hubiera dicho que me atropelló un unicornio.

En contraste con el bullicio del hospital, la habitación se llenó con el silencio incómodo de su espera.
Después de que mi familia no entendiera nada —porque les conté la historia a medias y con dolor de cuello— su reacción me pareció casi normal.

Le dije que caminaba por la vereda cuando, de repente:

¡Pataclaun!

Algo cayó sobre mí como un piano en los dibujos animados y me oscureció la mañana.
Al principio pensé que era un asalto… pero no.
Era una violenta perreada.

El doctor no reaccionó. Imagino que guardaba la risa para el almuerzo.
Asumió que el perro era pequeño. Negué con la mano (porque mover el cuello estaba fuera de discusión).

—Era un pastor alemán joven —aclaré—. Unos 50 kilos de amor perruno en caída libre.

Yo esperaba que me atendiera, pero su curiosidad era más fuerte. Me interrogó con los ojos y las cejas.

—Parece que resbaló desde un segundo piso a medio construir.
No encontró dónde apoyar una pata y, bueno… gravedad.

Eso fue lo que no le pude explicar a mi flaca cuando abrió la puerta y me encontró con los brazos estirados,
apoyado sobre el marco, el rostro rojo, la mirada perdida y la campanita del timbre todavía sonando en mi dedo.

Solo pude decirle:

—El perro…

Desesperada, me revisó las piernas buscando mordidas. Nada.
Me llevó al sillón y ahí, entre suspiros, le conté moviendo los brazos y soltando palabras entrecortadas la historia en partes y en desorden.


🦴 Me quiso morder

El animal cayó, rebotó en mi cabeza y terminó en el piso.
Trató de morderme, pero también estaba desorientado.
Las patas no le respondían.

Una puerta se abrió. Salió gente. Lo ayudaron.
Nadie me miró.

Así que me arrastré calle abajo apoyado en la pared, luchando por no desmayarme en esa mañana de invierno, curiosamente soleada.


—¿Y cómo está el perrito?

Me preguntaron días después, en el funeral de la Chepa, la abuela materna de mi esposa.
Después recién preguntaban por mí.

Pasaban del asombro a la risa. Algunos a la carcajada.

Otros, los que conocieron a la Chepa, decían que ella era la matriarca brava de la familia.
Y que seguro —desde el más allá— se las ingenió para esconderme la llave dentro del carro, con el motor encendido,
obligándome a regresar por esa ruta exacta, donde el perro me esperaba para su caída estelar.


El can cayó el 23 de agosto de 2019.
A la fecha, continúa no habido.


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