Huyendo con el muerto

Huyendo con el muerto

La quebrada San Ildefonso colapsó por las fuertes lluvias de El Niño costero, rompió el dique de Mampuesto, cruzó el cementerio del mismo nombre e inundó el centro histórico y varias urbanizaciones.
El Comercio, 15/03/19

La resaca del desborde dejó las calles húmedas, con sacos de arena en las puertas, edificios y casas marcadas con barro hasta unos 30 centímetros de altura.

Sin embargo, dos días después tuvimos una mañana hermosa y soleada, parecía que todo había quedado atrás. En unas horas yo retornaría a Lima y Maca haría lo propio al día siguiente.

Así que, antes del mediodía, fuimos a una tienda cercana a la plaza principal para comprar deliciosos dulces regionales. Degustamos y… escuchamos unos gritos. Era gente que huía. Alguien miró hacia la tienda y nos dijo: “saqueo”.

Salimos para guardar el frigorífico con helados de la anciana-dueña y poder cerrar la puerta del local, cuando otro de los que venía escapando nos dio la verdadera y mala noticia: el huayco.

La ciudad estaba en pánico. Una vez más, en menos de una semana, la quebrada San Idelfonso se había desbordado, amenazando con dejar a toda la ciudad bajo el lodo.

Salimos corriendo hacia el hotel, pero a 100 metros el agua sucia, que llegaba con barro, palos y desperdicios, nos cerró el paso. Doblamos a la izquierda intentando no detenernos.

El muerto

Frente a una fachada adornada con flores blancas descansaba una carroza fúnebre. Abrí la puerta detrás del piloto y le pedí a Maca que se apure en subir. Adentro, sorprendimos al chofer y a los cargadores vestidos de frac, que consternados nos gritaban asustados, pensaban que era un asalto. Yo solo repetí:

“El huayco, el huayco, arranca”.

Metió la llave y la giró de inmediato. Tan rápido que el motor del cacharro saltó y empezó a temblar. Este armatoste tenía unos 50 años, un Station Wagon que rodaba sus últimos metros… llevando un cuerpo inerte.

Maca miraba el cajón que se encontraba atrás de él. Nunca supimos si era hombre o mujer, asumimos que se trataba de un anciano.

— “Ahí está el fallecido”, susurró, mientras su rostro y sus ojos ahora saltones traducían: ¡esto es un sacrilegio!
— Le respondí con la poca calma que tenía: “Este tío ya fue, ya no está”.

Fue un escape breve con el muerto. A solo dos cuadras, pasando la plaza, no se pudo avanzar más. En la desesperación, varios automovilistas habían atorado sus máquinas en la calle estrecha.

Agradecí con apuro al anfitrión, también le deseé un buen viaje en su recorrido al otro mundo, no supe qué más hacer mientras cerraba con fuerza la pesada puerta.

Retomamos nuestra carrera por la calle principal de la ciudad, el Jr. Independencia. Subimos cuatro cuadras, nos faltaba doblar a la izquierda y seguir otras cuatro más, pero Maca se rindió.

Cambio de planes

Le dije que yo ya no iba al hotel, que se quedara con mis cosas. Que solo la cámara tenía valor, el resto no importaba. Yo tenía que llegar al aeropuerto, mi vuelo salía antes del anochecer y ya era tarde.

Avancé unas cuadras hacia el este buscando un taxi. Regresé sin éxito. Vi a Maca y me dirigí al norte de la calle, nada. Así que volví y fui al sur.

Solo me quedó retornar, cansado y sancochado por el sol, a sentarme con mi fracaso al lado de Maca. En ese murito de cemento, donde él apoyaba los codos sobre sus piernas y la cara sobre las manos.

Al rato, bajó un poco la intensidad y la altura del desborde, así que decidí acompañarlo al hotel. Ahí, la recepcionista nos habló de don Ricardo, dijo que era el único que se atrevía a manejar en estas circunstancias.

Llámalo, le pedí.

Alcancé a bajar mis cosas y subir al taxi. El aeropuerto estaba al norte, a unos 30 minutos de distancia en situaciones normales. Versiones de nuevos desbordes recorrían las calles.

Avanzamos a 20 km/h por una avenida hasta que las inundaciones nos llevaron a entrar a las calles, muchas de ellas bloqueadas en varios tramos con sacos de arena.

En el agua

En una urbanización tuvimos que retroceder a toda la velocidad que pudimos porque estaban reventando las lunas de los coches para robar.

Don Ricardo quiso tirarse para atrás cuando su nave comenzó a sumergirse. Vi por la ventana que el agua cubría casi toda la llanta.

Le recordé que no teníamos a dónde regresar y que adelante había zonas más altas. Se animó.

Podíamos escuchar cómo las latas, troncos y otros objetos rozaban la parte baja del carro. Cuando este sonido desapareció, algo de tranquilidad se vio en el rostro del chofer.

Se va el avión

Habían pasado como dos horas, ya anochecía, era la hora de salida de mi vuelo.

Dejé de contestar los mensajes de mi flaca, no podía seguir mintiendo, cuando a lo lejos pude ver el aeropuerto, como a unos 500 metros.

Ahí el vehículo se detuvo. Una vez más, la desesperación había hecho de la suya. Anudados, enredados, abrazados, decenas de automóviles congelados por el miedo no avanzaban ni retrocedían.

La radio anunciaba que otra quebrada, cercana al aeropuerto, había reventado y traía consigo miles de litros de lodo, troncos y desperdicio. Ya se veía el agua por la derecha (este) de la carretera.

Cogí mi mochila y empecé a correr mientras tronaba el cielo, que dejaban ver nubes negras que se acercaban repletas de lluvia.

Yo corría pero no avanzaba. No era el estrés ni la ansiedad del momento. Era mi pobre desempeño físico, que fue confirmado por una niña de unos doce años que me rebasó sin piedad.

Finalmente, llegué al aeropuerto, que se encontraba cercado por una barricada de sacos de arena de más de un metro de altura, cuidada por vigilantes.

Apunté a uno de ellos y le ordené que me jalara para subir y pasar. Cuando reaccionó, yo ya estaba cerca de las colas que se formaban para entrar al complejo.

Avancé por el tumulto pidiendo permiso, con urgencia, con aires de estar a cargo de algo, hasta que muy cerca de la puerta de embarque, un tipejo se me puso sabroso…

Él no estaba solo. A su lado, desesperados pasajeros sin vuelo buscaban descargar su frustración.

Cuando me iban a detener, cuando tocaron mi cuerpo, una voz femenina gritó mi nombre.

Les muestro mi pasaje a mis potenciales agresores:

Me están llamando, les digo.

No lo pueden creer, me vuelven a nombrar y me miran. Me sueltan.

Se me abre el camino entre el tumulto que espera traspasar el gate, como yo lo estaba haciendo.

Ya estoy adentro, corriendo agitado subiendo al avión. Escucho al piloto dudar al ver aguas turbias en la pista, pero anuncia:

Ya estamos listos para partir.

Vuela hasta perderte

La nave del vuelo 2207 se elevó y cerraron el aeropuerto.

Se armó el despelote entre pasajeros y empleados cuando todo se cubrió de tinieblas. El agua negra rodeó el complejo e inundó las pistas. La lluvia y los truenos acompañaron la noche oscura.

Desde ese momento, la ciudad quedó sitiada por diez días. Maca no pudo salir al día siguiente como estaba programado. Tuvo que quedarse más de una semana junto a otros compañeros en el hotel, sin luz, agua y poca alimentación.

Desde unos 100 días antes, se presentaban lluvias intensas a lo largo de los Andes y la costa norte, pero en ese momento, esa semana del 17 de marzo de 2017, la novedad eran las quebradas, que luego de medio siglo de inactividad, reanudaron sus flujos trayendo consigo avalanchas de lodo, troncos y otros.