
Mi padre y el tiempo
Mi padre siempre se enfrentó al tiempo, sufriendo su pérdida, ganando pequeñas batallas, midiéndolo, observando en silencio cada uno de sus pasos. Alguno de ellos muy pequeños y sigilosos, casi imperceptibles. Otros en cambio, tan grandes que para superarlos, no se le nombra directamente. “Aquel tiempo”, “años atrás”; son imprecisiones que los hijos de Adán usan para no mirarlo de frente. Pero mi padre no era uno de ellos.
Antes del amanecer, abría sus ojos y en la oscuridad buscaba con la mano sobre la mesita de noche la única arma que llevaba para combatir a este ser inmortal. Cogía el frío metal planteado y se lo montaba sobre la muñeca izquierda, luego al ritmo del tic tac, meditaba y media la batalla del día.
Ganar y perder tiempo
Cuando niño, me explicaba las estrategias que había experimentado y mejorado con los años para ganarle a este gigante. “Si das todo tu esfuerzo en la primera lucha, lo más seguro es que no tendrás que volver a ella y le habrás ganado al tiempo”, me decía bajo una mirada cómplice.
Escuchábamos radionoticias muy temprano, movía la cabeza de un lado al otro rechazando lo que escuchaba, mayormente declaraciones de políticos. “Como les gusta perder el tiempo” murmuraba para mí tras un sorbo de café.
En esta lucha cada paso del camino es importante. Él dice que para ganar hay que cumplir con cada tarea, evitar la tentación de perderse en el bosque, seguir la secuencia para mantenerte en el camino. Recoger la ropa seca del tendal y guardar antes de correr por el skate para rodar hasta la playa, era una de ellas.
Almorzábamos solos
En aquel entonces, Mamá había viajado para ganarle también al tiempo en su recuperación, pues había quedado dañada con la estrepitosa partida de mi hermana recién nacida, triste jugada que nadie vio antes e tiempo.
En las tardes, junto a la abuela, lo esperábamos de pie a la entrada de la quinta en la que vivíamos. A la distancia el brillo cromado del arma que resaltaba en su muñeca mientras media el tiempo, confirmaba que aquella figura delgada le pertenecía a él, mi padre estaba llegando. Muchas veces con una sonrisa, en tardes oscuras despeinado y cansado, pero siempre de pie.
Me heredó el toque maestro que llegó a cultivar en años de pelea. La capacidad de saber la hora sin hacer uso de herramienta alguna, que hoy me sirve para hacer gala porque yo no lucho contra este enemigo. Aunque regularmente se pone canalla conmigo, como cuando pasan dos buses vacíos porque pasaron antes de tiempo por el paradero.
El abuelo y el nieto pequeño
La hora Cabana
En estas tierras peruanas enfrentarse con este gigante es estar solo. Cumplir con la hora pactada no es bien visto o no se hace. Pero no importa mucho el que dirán porque acá los testigos nunca llegan a tiempo.
En esta lucha entregó su vida, cuando la batalla era perdida meditaba y analizaba sus pasos. Hoy a mi padre no le gana el tiempo, parece que han hecho las pases. Aunque a veces se miran de reojo, vuelve con trabquilidad sobre sus pasos. Parece estar a la espera y eso a veces le roba un poco de paz, lo deja intranquilo. Es entonces cuando le llama la atención con un murmuro y le dice: no vayas muy rápido que éstas a tiempo.